martes, 21 de junio de 2011

¡LEEME ABUELITO, LEEME!

Sus ojos se humedecieron con lágrimas espontáneas mientras Teresita subía a su regazo y se acomodaba contra su pecho. Su pelo acabado de lavar y secar, olía a limón. Palpó su mejilla suavemente, mientras ella descendía. Con ojos claros de color azul-verdoso, ella contempló su rostro con expectación, le acercó el raído y familiar libro de cuentos y le dijo “¡Léeme abuelito, léeme!”
“Abuelito Chendo” ajustó cuidadosamente sus anteojos, aclaró su garganta y comenzó a leer la acostumbrada historia. Teresita sabía las palabras de memoria y con emoción “leía” al unísono. A cada rato él omitía una palabra: ella delicadamente le rectificaba. “No, abuelito, no es eso lo que dice. Intentemos de nuevo para que lo hagamos bien”.
Ella no tenía idea de cómo su pureza de corazón enternecía su alma o cómo su simple confianza en él, lo conmovía. La infancia del abuelo “Chendo” había sido diferente, caracterizada por una violenta existencia, recrudecida por un padre distante y exigente. Desde sus cinco años, su padre le hizo trabajar los campos de sol a sol. Los recuerdos de su niñez, a veces se prolongaban para acarrear ira y dolor.
Esta primera nieta, sin embargo, trajo gozo y luz a su vida en tal magnitud que desplazó su propia infancia. Él retribuyó su amor y fe con gentileza y dedicación, proporcionando a su mundo seguridad y protección sin medida. La relación entre ambos se conservó siempre. Para Teresita, la misma le proveyó un cimiento para la vida. Para “Chendo”, sanó un pasado de dolor.
Que importante es que tengamos en cuenta a nuestros “adultos en plenitud” sobre todo porque con su experiencia nos pueden evitar muchas dificultades en la vida. Por eso: “¡Léeme abuelito, léeme!”


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