martes, 21 de junio de 2011

CONFIESA TU PECADO

Cada año el rey liberaba a un prisionero. Cuando cumplió 25 años de monarca, él mismo quiso ir a la prisión. Cada uno de los encarcelados preparó su discurso de defensa.
Majestad, - dijo el primero – yo soy inocente. Un enemigo me acusó falsamente, y por eso estoy en la cárcel.
A mí – añadió otro – me confundieron con un asesino, pero yo jamás he matado a nadie.
El Juez me condenó injustamente, dijo un tercero.
Así todos y cada uno manifestaban a rey por qué razón merecían la gracia de ser liberados.
Había un hombre en un rincón, que no se acercaba, y entonces le preguntó el rey:
Tú ¿Por qué estás aquí?
Porque maté a un hombre, majestad. Soy un asesino.
¿Y por qué lo mataste?
Porque yo estaba muy violento en esos momentos.
Y ¿Por qué te violentaste?
Porque no tengo dominio sobre mi coraje.
Pasó un momento de silencio mientras el rey decidía.
Entonces tomó el cetro y dijo al asesino que acababa de interrogar.
Tú sales de la cárcel.
Pero, majestad – replicó el primer ministro- ¿acaso no parecen más justos cualquiera de los otros?
Precisamente por eso. –respondió el rey – saco a este malvado de la cárcel para que no eche a perder a todos los demás que parecen tan buenos.
El único pecado que no puede ser perdonado es el que no reconocemos. Es necesario confesar que somos pecadores y no tan buenos como muchas veces tratamos de aparentar.

No hay buena Nueva allí donde no existe el perdón de los pecados y no puede haber indulto de ninguna clase si la persona no se reconoce pecadora y no lo solicita. “Los hombres (mujeres) que no se consideran pecadores no existen para la Redención, pues su redención consiste ante todo en que reconozcan ser pecadores” 

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