martes, 21 de junio de 2011

ZAPATOS PARA IR CON JESUS

Solo faltaban cinco días para la Navidad. Aún no me había atrapado el espíritu de estas fiestas. Los estacionamientos llenos, y dentro de las tiendas, el caos era mayor. No se podía ni caminar por los pasillos. ¿Por qué vine hoy?, me pregunté.
Me dolían los pies lo mismo que mi cabeza. En mi lista estaban los nombres de personas que decían no querer nada, pero yo sabía que si no les compraba algo se resentirían. Llené rápidamente mi carrito con compras de último minuto y me dirigí a las colas de las cajas registradoras. Escogí la más corta, calculé que serían por lo menos 20 minutos de espera.
Frente a mí había dos niños, uno de 10 años y su hermana de 5. Él iba mal vestido con un abrigo raído, zapatos deportivos muy grandes, probablemente 3 tallas más grandes. Los jeans le quedaban cortos. Llevaba en sus sucias manos unos cuantos billetes arrugados. Su hermana iba vestida parecido a él, sólo que su pelo estaba enredado. Ella llevaba un par de zapatos de mujer dorados y resplandecientes.
Los villancicos navideños resonaban por toda la tienda y yo podía escuchar a la niñita tararearlos. Al llegar a la caja registradora, la niña le dio los zapatos cuidadosamente a la cajera, como si se tratara de un tesoro. La cajera les entregó el recibo y dijo: son $320. El niño puso sus arrugados billetes en el mostrador y empezó a rebuscarse los bolsillos. Finalmente contó $120. Bueno, creo que tendremos que devolverlos, volveremos otro día y los compraremos, añadió. Ante esto la niña dibujó un puchero en su rostro y dijo: "Pero a Jesús le hubieran encantado estos zapatos". Volveremos a casa trabajaremos un poco más y regresaremos por ellos. No llores, vamos a volver.
Sin tardar, yo le completé los $200 que faltaban a la cajera. Ellos habían estado esperando en la cola por largo tiempo y después de todo, era Navidad. Y en eso un par de bracitos me rodearon con un tierno abrazo y una voz me dijo, muchas gracias señor.
Aproveché la oportunidad para preguntarle qué había querido decir cuando dijo que a Jesús le encantarían esos zapatos. Y la niña, con sus grandes ojos redondos, me respondió:
"Mi mamá está enferma y yéndose al cielo. Mi papá nos dijo que se iría antes de Navidad para estar con Jesús. Mi maestra de catecismo dice que las calles del cielo son de oro reluciente tal como estos zapatos. ¿No se le verá a mi mamá hermosa caminando por esas calles con estos zapatos?"
Mis ojos se inundaron al ver una lágrima bajar por su rostro radiante. Por supuesto que sí, le respondí. Y en silencio, le di gracias a Dios por usar a estos niños para recordarme el verdadero valor de las cosas.


¿Y SI NO HUBIERA DIOS?

Cierto día un sacerdote católico viajaba en la ciudad de Roma en tren en ese momento el viajaba solo, de pronto se abrió el compartimiento en que viajaba y entraron dos jóvenes vestidos de una manera estrafalaria el olor que despedían era insoportable sus cabellos no conocían lo que era un peine llevaban aretes por todas partes de su cuerpo y en las orejas audífonos conectados a un reproductor de música cada uno.
Por un momento miraron al sacerdote (que se identificaba por su atuendo) y cambiándose miradas burlonas uno de ellos quitándose los audífonos le dijo así:
Oiga Padre si después de hacer toda su vida cosas buenas muriera y se encontrara con que Dios no existe ¿no cree que habría desperdiciado toda su vida?
El sacerdote con calma le contestó: quizás si habría desperdiciado 50, 80 o 100 años no sé cuantos me concederá Dios. Pero si existiera tú saldrías perdiendo más pues habrías perdido toda la eternidad sin estar con Dios.
El joven volvió a ponerse sus audífonos y prosiguió escuchando su música PORQUE MUCHOS SERÁN LOS LLAMADOS Y POCOS LOS ESCOGIDOS

YO TEMIA…


Temía estar solo
hasta que aprendí a disfrutar de mi propia compañía,
Temía fracasar
y me di cuenta que es la mejor oportunidad para aprender,
Temía a lo que opinaran los demás y reconocí que lo importante es mi opinión acerca de mí mismo,
Temía la ingratitud y encontré que el dar era mi regalo,
Temía que me rechazaran y reconocí que la mayoría de los rechazos están en mi propia exageración,
Temía el dolor hasta que aprendí que yo podía retenerlo o soltarlo,
Temía a la verdad y descubrí en ella la oportunidad de liberarme,
Temía a la muerte hasta que aprendí a vivir con plenitud cada instante,
Temía al resentimiento hasta que me di cuenta que es a mí a quien hace daño,
Temía el ridículo hasta que aprendí a reírme de mí mismo,
Temía envejecer hasta que encontré que cada estación tiene su encanto,
Temía al pasado hasta que reconocí que todo fue perfecto,
Temía al cambio hasta que encontré que en él estaban mis tesoros del futuro.

YO SE PORQUE LO HAGO

Escucha lo que le pasó a un filósofo:
Un día, se acercó a un pescador y entabló con él el siguiente diálogo: -¿Para qué pesca usted?
-Vaya una pregunta... Para sacar peces.
-¿Para qué? -Para venderlos -¿Para qué? -Para vivir.
-¿Y para qué vivir? - ¡Para pescar!
Poco conforme con esa respuesta, el filósofo se alejó, y viendo a un labrador, le preguntó: -¿Para qué trabaja la tierra?
-Para sembrar. -¿Para qué?
-Para poder comer. -¿Para qué comer?
El labrador le miró con desdén, y sin responder, continuó su trabajo. Andando, vio un niña que juntaba flores y, acercándose, le preguntó:
-Dime, niñita: ¿para qué juntas esas flores?
-Para ofrecérselas a la Virgen.
-¿Para qué? -Para que me ame y me bendiga.
-¿Para qué? -Para que después de muerta, ¡me lleve con ella al cielo!
Ante esta respuesta, el filósofo ya no preguntó más.
-¡Por fin he encontrado alguien que sabe por qué hace las cosas! Es curioso. Muchas personas se afanan y trabajan para ganar dinero, más y más dinero, y lo único que consiguen es estar cada día más preocupados. ¡Y no son felices! Entonces, ¿para qué le sirve?


YO… PERDONO

Durante la guerra de la independencia de los Estados Unidos un hombre fue condenado a muerte por alta traición. Un soldado que se había señalado por sus grandes acciones heroicas se acercó a Jorge Washington para suplicarle que perdonara a aquel hombre que estaba condenado a morir. Washington le contestó de esta manera: Siento mucho no condescender a la súplica que usted me hace por su amigo, pero en esas condiciones no es posible. La traición tiene que ser condenada a muerte. El suplicante repuso: Pero si es que yo no le suplico por un amigo sino por un enemigo.
El general reflexionó por unos instantes y luego le dijo: ¿Me dice usted que no es su amigo sino su enemigo? Este le contestó: Sí, es mi enemigo. Me ha injuriado, me ha causado grandes males. Washington le dijo con voz pausada: Esto cambia el cuadro de la situación. ¿Cómo puedo rehusar la súplica de un hombre que tiene la nobleza de implorar el perdón para su enemigo? Y allí mismo le concedió el perdón.
Es alma grande la que ama a todos, pero en especial a los enemigos y está dispuesta a dar la sangre por ellos. “No tenéis derecho a verter la sangre de vuestro enemigo. Podéis verter vuestra sangre hasta la última gota; pero la del enemigo, jamás” (Mahatma Gandhi).
Jesús también nos dejó un mandamiento de no violencia: el de amar como El nos amó, hasta el sacrificio, hasta la donación total de sí mismo. Este amor tiene dos exigencias muy especiales: amar a todos y amarlos siempre. “Amen a sus enemigos; hagan el bien a los que les odian; oren por los que les calumnian” (Lc 6.28). “Al que le hiera en una mejilla, ofrézcale también la otra; a quien le quite el manto, no le niegue la túnica” (Lc 6.29).
Dios es amor, y porque es amor, perdona siempre. José Luis Cortés dibujó una viñeta en que un ángel le preguntaba a Dios: “Y tú, que nunca duermes, que vives desde la eternidad, ¿no te aburres? ¿Qué haces todo el tiempo? A lo que Dios responde: “Yo… perdono”.
El oficio de Dios es amar, perdonar. La tarea de la persona humana es amar, perdonar siempre y a todos, incluso a los enemigos. San Pablo invita a revestirse de la misericordia, mansedumbre, bondad y paciencia de Dios para poder perdonar. Y quien ama, al estilo de Dios, dice: “no busca lo suyo, todo lo espera, todo lo tolera” (1 Cor. 13 4-8).


YO NO ENTIENDO A LA GENTE GRANDE

Yo no entiendo a la gente grande ...
Porque tapan la luz del Sol. Quitan las flores de las plantas para dejarlas marchitar en un jarrón y enjaulan a los pajaritos. Porque han pintado todas las cosas de gris y han llenado el cielo de antenas y chimeneas.
Yo no entiendo a la gente grande ...
Porque se creen importantes, por el sólo hecho de ser grandes. Porque no me dejan caminar descalzo, ni chapotear en la lluvia. Porque me compran juguetes y no quieren que los use porque se rompen.
Yo no entiendo a la gente grande ...
Porque le han puesto nombre difícil a las cosas sencillas. Porque se pegan entre ellos o pasan la vida discutiendo. Porque quieren empleos importantes y pasan la vida sentados en sillas.
Yo no entiendo a la gente grande ...
Porque no sienten el placer de perder el tiempo mirando alrededor y son incapaces de dar vueltas en un carrusel. Porque cuando me porto mal me amenazan con una inyección y cuando me enfermo, me dicen que una inyección me va a poner bien.
Yo no entiendo a la gente grande ...
Porque quieren que coma con horarios y no cuando tengo hambre. Porque cuando pregunto algo no me contestan, porque soy muy chico y cuando pido un chupete, me dicen que soy un grandulón.
Yo no entiendo a la gente grande ...
Porque siempre se hacen los lindos o serios. Porque dicen mentiras y ellos mismos no se las creen. Porque cada vez que mienten me doy cuenta y sufro mucho.
Yo no entiendo a la gente grande ...
Porque me dicen miedoso y ellos me hablaron de cuco y fantasmas. Porque me piden que sea buenito y me regalan cosas, que no necesito, porque a los niños de sus amigos les compraron. Porque han llenado la casa de cristales, porcelanas y cosas que
se rompen y ahora resulta que no puedo tocar lo que veo.
Yo no entiendo a la gente grande ...
Porque perdieron las ganas de reír, correr y saltar. Porque olvidaron las cosas que tanto les gustaba de chicos. Porque
antes de divertirse le piden permiso al reloj.
Yo no entiendo a la gente grande ...
Porque cuando hago algo malo, me dicen: ¡no te quiero más! ... y tengo miedo de que me dejen de querer en serio